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Primero, el fragmento de 2001 que nos sirvió de disparador:

Y luego, el link al artículo «Más allá de la conquista de la cultura» (Oficios terrestres N° 21, Facultad de Periodismo y Comunicación Social, UNLP, 2008):

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por Luis Sandoval

A modo de introducción: una presentación que encontré en Slideshare:

Foucault y la superación de la concepción jurídica del poder

Michel Foucault

Michel Foucault

Foucault abandona críticamente lo que llama la concepción jurídica del poder, que impregna incluso el pensamiento psicoanalítico, esa idea de que “aquello en que consiste el poder es aún la prohibición, la ley, el hecho de decir no, una vez más la fórmula «tú no debes»” (Foucault, 1991, p. 8). Una concepción que se muestra –a juicio de Foucault– totalmente insuficiente, porque es una idea formal y restrictiva de la acción del poder. Ejemplarmente, en el tratamiento de la sexualidad (que no es un caso entre otros, sino un ámbito especial del poder en la modernidad) las posiciones en danza son las que analizan la cuestión en términos de instintos y las que lo hacen en términos de ley del deseo.

Una y otra recurren a una representación común del poder que, según el uso que se le dé y la posición que se reconozca respecto del deseo, conduce a dos consecuencias opuestas: o bien a la promesa de una «liberación» si el poder sólo ejerce sobre el deseo un apresamiento exterior, o bien, si es constitutivo del deseo mismo, a la afirmación: usted está siempre, apresado ya (Foucault, 1977, p. 101).

Foucault se pregunta: “¿Por qué concebimos siempre el poder como regla y prohibición, por qué este privilegio?”. Cree encontrar la respuesta en que la idea de poder se encuentra vinculada íntimamente a un proceso histórico concreto: el surgimiento de los Estados europeos occidentales. Los Estados Nacionales van surgiendo y consolidándose, a partir del siglo XIII, en una lucha entre la autoridad central de las monarquías y los poderes locales feudales. Frente al orden antiguo, los ligamentos y las tradiciones de los feudos, la monarquía opone el sistema jurídico: “el crecimiento del Estado en Europa fue parcialmente garantizado por (o, en todo caso, usó como instrumento) el desarrollo de un pensamiento jurídico” (Foucault, 1991, p. 11). En esta empresa, la burguesía se alió a la monarquía: el lenguaje jurídico –incluso la revitalización del derecho romano– es un recurso común de ambas clases: una para justificar la centralización de la autoridad estatal, la otra para posibilitar el ordenamiento de los negocios en el surgente mercantilismo.

Así que:

En otras palabras, Occidente nunca tuvo otro sistema de representación, de formulación y de análisis del poder que no fuera el sistema de derecho, el sistema de la ley […] Y creo que es de esta concepción jurídica del poder, de esta concepción del poder a través de la ley y del soberano, a partir de la regla y la prohibición, de la que es necesario ahora liberarse si queremos proceder a un análisis del poder, no desde su representación, sino desde su funcionamiento (Idem, p. 12).

Ahora bien, esta concepción del poder como esencialmente represivo no resulta arbitraria, sino justificada históricamente por su asociación con la capacidad real de poder de los Estados monárquicos. Es decir: en el proceso de consolidación de las monarquías –y mientras éstas fueron la forma dominante de organización estatal, hasta entrado el siglo XVIII– resulta cierto que la capacidad del Estado era fundamentalmente restrictiva; capacidad de prohibir o de impedir la realización de algo, no tanto capacidad de crear o producir.

El poder estatal era fundamentalmente discontinuo y no se extendía por todas las regiones del imperio en igual forma. Operaba más bien con la lógica de los conjuntos de límites difusos y, obviamente, en este contexto su capacidad mayor era la restrictiva. Pero para el momento mencionado –fines del siglo XVIII– este modelo organizativo ya se mostraba insuficiente para las necesidades de la burguesía. Dos eran los principales inconvenientes que arrastraba:

“El poder político, tal como se ejercía en el cuerpo social, era un poder muy discontinuo. Las mallas de la red eran muy grandes, un número casi infinito de cosas, de elementos, de conductas, de procesos, escapaban al control del Poder” (Idem, p. 13). El caso prototípico, tal vez, es el que constituye el contrabando. En muchos lugares, también en el Río de La Plata, el contrabando es el principal motor económico, más o menos consentido por la autoridad gubernamental. Pero aún con el conocimiento de ésta, lo cierto es que la ilegalidad era una condición necesaria de la organización social. Areas enteras de la vida de las personas y de la actividad económica y social quedaban fuera del control del Poder.

“El segundo gran inconveniente de los mecanismos de poder, tal como funcionaban en la monarquía, es que eran sistemas excesivamente onerosos” (Idem, p. 14). Dada la incapacidad del Estado para generar o producir (conductas, procesos, bienes), su rol se limitaba a la predación, mediante mecanismos impositivos o recaudatorios (de dinero, de cosechas, de bienes, de personal para la leva, etc.) por lo cual su funcionamiento contrariaba el sentido que iba adquiriendo el proceso económico.

Ahora bien, en este  momento de quiebre que son los siglos XVII y XVIII, y a la par que se generan nuevas tecnologías industriales (la máquina de vapor como ejemplo prototípico), también se van perfilando nuevas formas de control, nuevas modalidades de organización de las personas. Es decir que el desarrollo de las fuerzas productivas requiere no solamente de nuevas técnicas ingenieriles, sino también de nuevas técnicas de organización. Se trata, en definitiva, de nuevos dispositivos de poder. Estos nuevos dispositivos pueden agruparse en dos categorías diferentes.

De un lado existe esta tecnología que llamaría disciplina. Disciplina es, en el fondo, el mecanismo del poder por el cual alcanzamos a controlar en el cuerpo social hasta los elementos más tenues por los cuales llegamos a tocar los propios átomos sociales, esto es, los individuos. Técnicas de individualización del poder (Idem, p. 15).

Foucault analizará la imposición de la disciplina en dos ámbitos diferentes: el ejército y la educación. En los cuerpos militares es en donde se descubre la disciplina como herramienta y Foucault lo relaciona con la invención del fusil de tiro rápido. Las mayores inversiones realizadas en el equipamiento del soldado lo encarecen y además requieren del mismo un aprendizaje. Los soldados dejan de ser sustituibles y necesitan instrucción. Equipo más tiempo dedicado a la instrucción implican elevar el costo–soldado, así que es necesario generar técnicas de supervivencia para volverlo más aprovechable, lo que implica más instrucción, etc. El poder militar se fija por primera vez en los individuos, individualiza.

En la educación sucede algo similar. Las decenas o centenas de alumnos van dejando de ser una masa indiferenciada para dar lugar al surgimiento de dispositivos de individualización (la calificación periódica, el examen) e incluso a figuras específicas de estos nuevos modos, tal el caso del celador o preceptor, el encargado, justamente, de la disciplina. Esto se traduce incluso en las configuraciones físicas. No sólo el ordenamiento de los bancos, sino su misma aparición, así lo indica. Las formas antiguas de educación, como el diálogo platónico recorriendo paseos, o el grupo de discípulos alrededor del maestro, son sustituidos por las hileras de alumnos sentados, donde son, otra vez, individualizados.

Estos dos casos son meros ejemplos, ya que este tipo de procesos se traslada a todas las áreas: las oficinas y fábricas, las cárceles, etc.

Es lo que llamaré tecnología individualizante del poder, y es tecnología que enfoca a los individuos hasta en sus cuerpos, en sus comportamientos; se trata, a grosso modo, de una especie de anatomía política, de anatomo–política, una política que hace blanco en los individuos hasta anatomizarlos (Idem, p. 18).

El otro grupo de tecnologías que alumbra este período (la otra familia, diría Foucault) se asienta en el lugar opuesto al de la disciplina. No busca la individualización, sino que hace de su blanco al conjunto, es decir a la población. El poder descubre que su mandato se ejerce no simplemente sobre un grupo humano más o menos numeroso, sino sobre seres vivos regidos o atravesados por leyes biológicas y que éste también es un ámbito de ejercicio del poder. Estas tecnologías, que Foucault denomina bio–política se concentrarán en la regulación de los aglomerados humanos en forma despersonalizada: el urbanismo, la higiene pública, las políticas encaminadas a modificar las tasas de natalidad o mortalidad, van en esta vía. Podríamos agregar –como ejemplo actual de bio–política– los intentos de reducir las tasas de desempleo y subempleo.

Así que aquí tenemos la nueva forma de ejercicio del poder:

Antes existían sujetos, sujetos jurídicos a quienes se les podía retirar los bienes, y la vida además. Ahora existen cuerpos y poblaciones. El poder se hace materialista. Deja de ser esencialmente jurídico. Ahora debe lidiar con esas cosas reales que son el cuerpo, la vida (Idem, p. 20).

Pero bueno, si el poder no debe ser ya entendido en los términos de la concepción jurídica; y si este modelo jurídico es el predominante a la hora de conceptualizarlo, si incluso las tendencias psicoanalíticas que postulan la imposibilidad del deseo por fuera de la ley, de la ley como elemento constitutivo del deseo; si, decíamos, incluso estas posiciones psicoanalíticas parten de una concepción del poder como esencialmente prohibitivo, o negativo ¿cómo construir un modelo que se base en el reverso, es decir en el carácter positivo y productor del poder?

Para empezar

El análisis en términos de poder no debe postular, como datos iniciales, la soberanía del Estado, la forma de la ley o la unidad global de una dominación; éstas son más bien formas terminales. Me parece que por poder hay que comprender, primero, la multiplicidad de las relaciones de fuerza inmanentes y propias del dominio en que se ejercen, y que son constitutivas de su organización; el juego que por medio de luchas y enfrentamientos incesantes las transforma, las refuerza, las invierte; los apoyos que dichas relaciones de fuerza encuentran las unas en las otras, de modo que formen cadena o sistema, o, al contrario, los corrimientos, las contradicciones que aíslan a unas de otras; las estrategias, por último, que las tornan efectivas, y cuyo dibujo general o cristalización institucional toma forma en los aparatos estatales, en la formulación de la ley, en las hegemonías sociales (Foucault, 1977,  pp. 112-113).

“El poder no es una institución”, dirá Foucault. De aquí el equívoco de quienes pretenden “tomar el poder”, asimilándolo al aparato estatal. La historia está llena de revoluciones que, al verse imposibilitadas de construir relaciones nuevas, fueron deglutidas por sus viejos enemigos. El poder no es un objeto, algo que pueda poseerse, arrebatarse o compartirse. No siendo un lugar, una institución, el poder es una relación, o mejor el conjunto de relaciones entre puntos múltiples, dispersos en todo el tejido de la sociedad. Pero dispersos en forma discontinua; no subyace aquí algún tipo de idea de totalidad que dé coherencia al conglomerado de relaciones de fuerza. Al contrario:

Omnipresencia del poder: no porque tenga el privilegio de reagruparlo todo bajo su invencible unidad, sino porque se está produciendo a cada instante, en todos los puntos, o más bien en toda relación de un punto con otro (Idem, p. 113).

Así que lo primero a considerar es la condición relacional y no objetual del poder. Pero además, estas relaciones son “inmanentes y propias del dominio en que se ejercen”. Por lo primero entendemos que no son un plus, un agregado a la relación, en forma tal que cabría la posibilidad de exorcizarlas, de generar las relaciones “sin poder”. No es así: el poder es inmanente a las relaciones, “no están en posición de exterioridad respecto a otro tipo de relaciones”; no se limita al rol de prohibición o represión, antes bien produce, es constituyente de las relaciones, toda vez que éstas necesariamente se dan desde la desigualdad o la partición. Sin embargo, no hay que buscar algún tipo de coherencia, sino concentrar la mirada en los “focos locales” de poder, en cada tipo de relación que posee características distintivas, únicas, no necesariamente acordes a otros focos, a otras relaciones: “Así, en la familia, el padre no es el «representante» del soberano o del Estado; y éstos no son proyecciones del padre en otra escala. La familia no reproduce a la sociedad, y ésta a su vez no la imita” (Idem, p. 122).

El poder viene de abajo, dice Foucault, refiriéndose a que la multiplicidad de quiebres de cada foco local sirve de soporte de grandes escisiones del cuerpo social. No es que cada enfrentamiento reproduzca la dominación existente, sino antes bien que ésta, la dominación, es un efecto de largo alcance del sostenimiento e intensidad de los enfrentamientos. El poder es cínico en la escala local, es decir que los actores deciden en forma intencional, actúan en función de miras y objetivos. Pero no alcanzan a vislumbrar el efecto de los encadenamientos, es decir la formación de amplios dispositivos de conjunto.

Finalmente, todo poder implica necesariamente resistencias, pero éstas también tienen un carácter relacional y local y varían en grado e intensidad. Son la contracara necesaria, y también constituyente, del poder. Por lo que, si “el estado reposa en la integración institucional de las relaciones de poder”, “la codificación estratégica de esos puntos de resistencia (es) lo que torna posible una revolución” (Idem, p. 117).

Sociedades de control

(aquí les dejo la presentación de la clase, ahora que la miro es tal vez demasiado visual, y no se sostiene mucho por sí sola)

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